jueves, 30 de mayo de 2013

El Celler de Can Roca y el seny


Cuesta trabajo pasar a palabras determinadas sensaciones. Cuesta trabajo describir lo que se valora desde la pasión más que desde la razón. Racionalmente, mucha gente podría tacharnos de locos, de exhibicionistas un tanto hirientes por hacer el esfuerzo hecho, gastar lo gastado y además hacerlo público, y más con la que está cayendo. No les faltarían argumentos, seguro, pero también daré los míos. He defendido más de una vez el derecho al placer no sólo como un capricho individual sino como reivindicación cultural, colectiva. He defendido lo que hay detrás de la cocina y del vino, un trabajo, unos valores, unas personas. Nos pueden llamar locos, me quedo con la palabra porque la recuperaré.

Quiso el azar que a un amigo le dieran como sorpresa en una fecha especial la noticia de haberle reservado una mesa en uno de los restaurantes mejor valorados a este lado de los Pirineos. Iría acompañado por otros aficionados para compartir esa experiencia. De los cuatro que al final nos juntamos yo fui el último, costó incluso un poco convencerme. Desengaño con ciertas fórmulas demasiado sofisticadas de cocina, temor a las expectativas defraudadas, mucho dinero en juego ahora que falta y un tiempo que tampoco era fácil sacar. Aún así acabé cayendo en la tentación por aquello de que sería una vez en la vida, de que la ocasión era única, ahora o nunca. Visto desde hoy, cuánto me alegro de haberlo decidido así.

Nos pusimos de acuerdo en lo esencial, concentrado todo en esa comida, sin más tiempo que el fin de semana, el presupuesto ajustado y la noche en Girona, que no estaríamos para mucho más después. Cada uno aportó su visión, se encargó de una cosa (bueno, unos más que otros, he de decirlo y de agradecer a mis compañeros las gestiones que hicieron por mí) y abundaron correos y mensajes entre los cuatro, más cuanto más se acercaba la fecha. 

"Sed prudentes la noche anterior, que madrugamos". No es consejo que se me dé bien seguir pero sabía que no fallaría, que, a pesar de la hora temprana, estaría allí y en tensión, con ganas de que todo aquello empezase. Y así, seis de la mañana, rumbo al aeropuerto. Qué poco me gustan las esperas interminables, los engorrosos controles, cuánto tiempo muerto añadido como un lastre al viaje. Pero era la forma más práctica de conseguir lo que queríamos. Un vuelo razonablemente cómodo, el cruce de El Prat de terminal a terminal, primer tren, el fácil, deambular con aire paleto por la estación de Sants hasta que nos aclaramos con la siguiente conexión y en poco tiempo, por fin, Girona. Ahora sí, ahora estaba en terreno conocido.

Nos sobraba una hora pero había ansiedad, ganas de llegar ya al restaurante, de dedicarle tiempo a la carta de vinos, de hacer preguntas, de ver rincones. Para el taxista que nos llevó aquel ya es un viaje habitual y fue el primero en situarnos respecto a dónde estaban antes, dónde está el restaurante de los padres... El barrio con su historia queda atrás, estamos en el jardín, entramos, empieza otro viaje.

Los segundos de espera en recepción, los pocos que tardó el primer camarero en encontrar nuestra reserva, esa acomodación inmediata 

en la mesa, sin más ofrecimiento que recogernos las prendas de abrigo... Por un momento hubo frío, dudas, ¿sería aquella de verdad la gran comida que esperábamos o una más de otras posibles? Nos quitamos el susto jugando con el vino, cosa que nos gusta. Que si cuál es el maridaje que proponen, que si podemos combinarlo de otra forma, que vamos a mirar la carta, las cartas en realidad, de blancos y de tintos, separadas, grandes, densas pero reales, creíbles. Eso lo confirmaríamos luego.

Pudo la pasión y escogimos, corrimos el riesgo. Mientras, nos habían servido una copa de cava del que embotellan para la casa en Albet i Noya. Los maníacos, enfrascados en elegir, en rebuscar en la carta; los más serenos, observando la sala, adelantando lo que vendría después, porque habían leído y mirado mucho sobre la ceremonia previsible. Yo no, la verdad, preferí que me llevara la sorpresa. 

Al cava siguió el Drappier del 88, sugerente, casi con misterio. Pero ¿cómo sigo este relato?, ¿tiene sentido que os recite los diecisiete platos salados y tres postres, que vuelva a enseñar mis malas fotos de cada uno? Creo que no. Abundan en la red crónicas mejores que la que yo pueda hacer, desde un punto de vista enciclopédico, con detalles técnicos; abundan fotos bien hechas, con buenos medios, con conocimiento. Yo prefiero aportar la sensación, la huella que me dejó este menú, si es que soy capaz de dominar las palabras para que se ajusten lo bastante a lo que fue.

El menú con más detalle lo podéis leer aquí. Lo primero importante es la medida. Parece un menú largo y no lo es, no se hace largo, no sobra nada en las varias horas que vas a estar sentado a la mesa. Ritmos de atención y servicio muy controlados, alternacia y densidad de los platos milimetradas, todo cuenta para que las cosas salgan bien y aquí hay mucho oficio. La comida es abundante pero no pesada, el servicio es eficiente, está pendiente, pero no se hace visible apenas, no se inmiscuye. Fluidez.

Todos los platos tienen sentido, todos están cargados de sabor, todos están muy pensados y exigen dominio técnico muy notable. Todo eso resumido en una sucesión de bocados que provocan al comensal, que le dicen cosas, que, aunque no esperen respuesta, saben que no le dejarán indiferente.

Desde los aperitivos, ese viaje alrededor del mundo condensado, el juego del olivo, la evocación del vermut, la ficción con los perrechicos. ¿Cómo se consiguen esos bombones? Manteca de cacao por fuera, trampantojo que finge el hongo, pero el hongo está dentro, estalla al comerlo. Y sin embargo son bocaditos muy agradables y muy sabrosos, no son fuegos de artificio, son disparos certeros con munición pequeña. Nada de espuma efímera, todo quedará en el recuerdo y te hará pensar en otras cosas que has vivido. Un mediodía de domingo, unas garrapiñadas, un país al que has viajado...

Todos los platos nos conquistaron. Sólo por alcanzar tales niveles de excelencia empiezas a pedir siempre un primer puesto, ya no quieres menos. En nuestra tierra a eso se le llama "tar refalfiáu".

Por detallar alguno, el consomé de perrechicos con miso y ñoquis de yema fundía delicadeza con una intensidad de sabor en esas mínimas bolas de huevo capaz de relajar por el paladar a cualquiera.


El plato de gazpacho era otro desafío a la concentración del sabor. Base intensísima pero a la vez ligera y fresca que se mezclaba en armonía con las diferentes clases y texturas de olivas. 

Son dos buenos ejemplos porque, ligeros en su concepción y breves en su presentación, sacian, te hacen pronunciarte, admiras algo especial en ellos.

Cuando se come para disfrutar se come con todos los sentidos y los aromas son importantísimos. Sin ninguna interferencia hubo ocasiones en que uno se hizo pleno protagonista de la mesa: la trufa, el espárrago, el amontillado con el que se coció al vapor la cigala...

No me paro en algunos de los más comentados por 
ahí, como esa gamba "desarmada", despiezada, que el comensal podrá reconstruir a su gusto. Plato donde un modesto acompañante esponjoso en una esquina, el bizcocho de plancton, merecería él solo el protagonismo de otra creación. O la comtessa de espárragos, pureza de sabor, aroma vivo.

Me llamó especialmente la atención la ensalada de ortiguillas y navajas, tajadas finas de mar bien avenidas.

Hubo platos con más protagonismo de la vista, como el mandala de alcachofa y cochinillo, pero que no perdían sutileza en el paladar ni sabor.


Pero es en los menores detalles donde se expresa esta cocina, su sensibilidad. Unas buenas colmenillas se pueden volver más delicadas con una nota láctea pero el exceso las apagaría. Pues esta idea lleva presentarlas con un mero velo de leche que consigue el efecto buscado a la perfección.

En fin, me puedo perder. Cigala, lenguado, cordero, pichón, tratamientos suaves o más intensos, acompañantes con carácter (amontillado, ajo, regaliz...) pero que no alzan la voz en ningún momento. Un festival culinario, una forma que te recuerda al arte si es que no lo es. Nunca entraría en ese tipo de debates ante comida tan confortable.

De los postres tomaré como ejemplo el primero. Su
aspecto no te impresiona. La descripción te descoloca un poco, no está claro cómo puede acabar el vinagre en aquella propuesta... ¿Dudas? Pruébalo. Te dejará con la boca abierta. ¿Cómo lo han hecho?, ¿cómo esconde esa música de cámara hecha con sabores en ese estuche? Magia otra vez, juego, por qué no.

No sé, quizá lo suyo hubiera sido buscar algún gran vino catalán para acompañar allí, pero tenemos nuestras debilidades y miramos hacia Francia con ojos de deseo. Al Drappier lo escoltó un Egly Ouriet para conformar al lado de la mesa que necesitaba espumoso -por un problema de alergia, no por decisión propia- y al que el primero había dejado sorprendido. Tratando de buscarle un champán más fresco, más festivo, acabó por descubrir y valorar lo que aporta el envejecimiento y la elegancia que pueden tener estos vinos. 


Mientras, nosotros quisimos probar un Chablis de Ravenau, ese Montée de Tonnerre de 2007. Su nariz fue generosa desde el principio pero en boca parecía que iba a escatimar peso, que no iba a mostrar cuerpo. Cuestión de tiempo; pronto se fue desperezando, se fue adueñando de la copa, se fue imponiendo a los platos que le ofrecimos. Pura cortesía, estaba ahí su personalidad pero quiso respetar todo lo que había alrededor, no hacerse notar.


Y después, ese Echezeaux de Jacques Prieure, 1997. Como estar en contacto con la tierra en la que nace. Y sobre todo, juventud. Sí, un 97 y era joven, vivo, fresco, con tiempo por delante. Es otro mundo.

Sería casualidad o no, pero Josep Roca se fijó al final en los vinos que estábamos tomando y eso dio pie a entablar conversación. Sus palabras son otra parte importante de esta comida. Porque enseguida dejamos de hablar de vino, después de un par de frases elogiosas; había algo más importante que contar. Raíces, historia, dónde empezó todo, un barrio de inmigración, marginal, donde había muy pocos catalanes más, donde creció en una "pequeña Andalucía", muchas cosas que marcaron sus vidas. Y cómo nunca han querido moverse de ahí, sólo cambios de local en unos cientos de metros. Pero siguen en su sitio, en su tierra, en su casa. Y ahora que una lista los ha designado número uno del mundo, ahora que los medios de comunicación los asedian casi para obtener otra foto, otra declaración, ahora siguen aquí y haciendo lo mismo, lo que saben hacer, lo que les gusta. No es lugar para exhibirse, no hay ostentación. "No cocinamos para los ricos, cocinamos para los locos". Esta frase de Pitu Roca tendría que ser el título del artículo, tendría que estar grabada en muchas cocinas y en muchas mentes. A ellos los ha traído hasta aquí la pasión pero no han perdido la cabeza, les ha guíado el seny, eso tan propio de la idiosincrasia catalana. A nosotros también nos llevó allí la pasión y yo, al menos, vuelvo con otro sentido de la mesura, he vuelto a emocionarme con la gran cocina, he perdido el miedo a esas decepciones. Sentido común, sabemos lo que hacemos, sólo que lo hacemos intensamente, lo amamos. Para quien ya no recuerde el principio de este largo texto, advertí que recuperaría la palabra loco. Sí, somos algunos de esos locos para los que los hermanos Roca y todo su equipo cocinan y sirven comidas con mayúsculas, cargadas de emoción y de placer.

Después, visita a la bodega -allí comprobamos cómo 30.000 botellas en existencia avalan esas cartas profundas-, la pasión por el Jerez y el Flamenco y su presencia también en esa Cataluña que se nutrió de Andalucía, más raíces. La cocina con todas sus máquinas al servicio de la creatividad y el gusto, las personas que hacen aquello posible ya en sus puestos para las cenas... Las ganas de volver en cuanto podamos. 

Fin de un ciclo y principio de otro, dijo uno de los cuatro. Yo digo que esa comida fue un verdadero viaje en sí, que somos un poco otros después de esto, hemos cambiado.

Sé que esta vez me he extendido todavía más que de costumbre y sin embargo no voy a disculparme, esta experiencia lo merece. Queda tanto aún por contar... Espero que os transmita al menos una pequeña parte de todo el placer que nosotros sentimos allí. Ahora, preguntad cuanto queráis, opinad, pedid más o reprochad; esta ocasión es de las que lo merecen todo, lo defenderemos. Gracias a quienes lo hicieron posible, y es un placer compartirlo con quien lo lea, de veras.








21 comentarios:

  1. Yo no he estado jamás en el tres estrellas Michelin. Reservo la ocasión para cuando me sienta preparado. No sé cuándo será...pero cada vez que leo una crónica como la tuya, se me llevan los diablos. No me interesan los discursos no los recursos argumentales. Me interesa que, por lo que sé, es el único lugar de este país donde la experiencia gastronómica incluye al vino como elemento decisivo, desde la concepción del plato (o al revés) hasta que sales de la puerta. Senderens se jubila. Quedan los Roca.

    ResponderEliminar
  2. Eso me parece, Joan, desde mi corta experiencia. Vino y comida aquí se miran, se hablan, caminan juntos. Y todo el entorno es para ambos. Aunque con una sola visita quién se atreve a aseverarlo.

    ResponderEliminar
  3. Viendo la emoción que todavía destila este artículo (escrito días después de haber ido, me imagino) tuvo que ser una experiencia fascinante.

    Y no, el post no es largo, sabe a poco.

    ResponderEliminar
  4. Manu, fue el pasado sábado, es bastante reciente. Y sí, fue fascinante, ni lo dudes. Gracias por tu paciencia para leer tanto y por el elogio :-)

    ResponderEliminar
  5. Joan
    A un restaurante se va a disfrutar no hablar con Platón.

    Y lo de sentirse preparado que hay que ir al gimnasio, antes al Tibet, dar la vuelta al mundo?

    Más pasión y menos retórica se necesita

    ResponderEliminar
  6. Vayaaaa el placer es mío al leerlo
    Todo un lujo muchas gracias por compartirlo

    ResponderEliminar
  7. Fan del Celler, no sé por qué dices lo que dices ni me parece que Joan cuestione u ofenda al Celler en nada, si acaso podría discutir mi modo de verlo y contarlo, cosa que acepto y respeto, máxime en su caso. Pero bueno, él dirá, si lo cree oportuno. Por mi parte, te pido disculpas si he sido yo quien te ha entendido mal y me pierdo algo. Yo he disfrutado muchísimo en El Celler pero ha habido "más que comida".
    De todos modos, gracias por pasarte por aquí, y espero que sigamos dialogando sobre ese sito estupendo.
    Un saludo.

    ResponderEliminar
  8. Ankabri, un placer leerte aquí. Gracias por tu valoración.

    ResponderEliminar
  9. Voy a hacer honor a mi actitud prosaica habitual. ¿Por fin arreglaron lo del IVA?.

    ResponderEliminar
  10. Respuestas
    1. Por lo menos yo doy pena dando la cara, no como tú que lo haces como anónimo.

      Eliminar
  11. Yo aún sigo rememorando. Fastidiado de tener tan mala memoria. Un templo para los que gustamos de esto del comer y del beber. Y qué carta de vinos.....
    la juventud del Échezaux de Prieur seguro que tuvo también que ver con el estilo más moderno del vinificador, aunque , gracias a Dios, el terroir se imponía.
    eldiletante

    ResponderEliminar
  12. Por favor, esto es una simple afición, no es lugar para comentarios que desafíen o hagan desplantes. Y no me gustan tampoco los comentarios anónimos, el anonimato se puede mantener con un alias que a la vez permite seguir el hilo. Gracias.

    ResponderEliminar
  13. Toni, sinceramente, y pese a las múltiples bromas, no me fijé, no puedo decírtelo :-))

    ResponderEliminar
  14. 112 llamadas después , 23 desde el fijo, desde las 9.58, según las instrucciones de ellos para reservar, ....me temo que comer en el Celler se va a convertir en un lujo para locos , sí , pero con influencias.
    eldiletante

    ResponderEliminar
  15. Yo tengo reserva para Septiembre,eso si,por semana.Y llamé hace 3 semanas.....
    Y sin influencias.......Bueno si....La VISA.
    Luis.

    ResponderEliminar
  16. Luis, pero esa reserva fue antes de que la jodía revista Restaurant nos lo pusiese así de difícil , no?
    eldi

    ResponderEliminar
  17. Dile,creo que sí.
    Ahora no queda de otra que intentar e intentar....
    Luis.

    ResponderEliminar
  18. Eso suele pasar, supongo que es inevitable. La gente opera en función de golpes publicitarios y ahora, hasta que pase la fiebre, será casi imposible conseguir una mesa allí. Habrá que esperar, temo. Por eso decía que me alegraba sobremanera de haber ido esta vez; quizá si no nunca hubiese conocido esta casa.

    ResponderEliminar
  19. Solo puedo decir lo que ya te comente por facebook....de mayor quiero ser como tú, jaja :-)

    ResponderEliminar
  20. Je, je... Fartones, dispones de algunos años para conseguirlo ;-)

    ResponderEliminar