sábado, 10 de agosto de 2013

Reconstrucción. A Tafona (2012)

Este año la visita adoptó forma más modesta pero no dejé de volver a la gran sorpresa del pasado verano, a un sitio que me hizo sentirme tan bien.



Sin expectativas singulares, intencionado pero sin la ansiedad de las grandes citas, A Tafona acabaría siendo la gran sorpresa gastronómica de este viaje, la satisfacción de conjunto mayor. Sé que esto puede ser injusto por demasiado subjetivo, que influyen factores ajenos al restaurante y que la valoración no quedará ecuánimemente ponderada con otras. ¿Y qué? Yo no soy crítico profesional, narro mis experiencias, no aspiro a guiar a nadie con ellas, sólo a compartirlas. Así que debo compartir este sitio tal y como yo lo disfruté.


Seguramente ya estaba abierto en mi anterior visita pero entonces no lo recordé. Y es que ya tenía una pista para interesarme por A Tafona. Uno de los cocineros había trabajado con Pedro Martino, grande entre los grandes de los fogones de Asturias y principal causante de esta afición mía por la buena mesa renovada e inquieta, así que tenía que probar esa cocina, esta vez no iba a olvidarlo.


A Tafona, que es restaurante del hotel del mismo nombre, es un discreto local con entrada lateral pero observado por el mismísimo mercado de abastos de Santiago, no puede quedar más clara la relación con el proveedor. También valdría decir que amenazado por su sombra, por la alargada sombra del emergente Abastos 2.0, donde no comí pero tomé una caña con un amigo y compañero de afición, J. L. Louzán, y donde hablamos de esta visita mientras bebíamos y tomábamos el aperitivo en un andamio (sic). Galicia es así de pintoresca. Precisamente él comería ese día y yo tenía reservado para el siguiente, y “amenazó” con prepararme el terreno, usando la confianza con la casa y siempre dentro de la broma.


Pues bien, cuando al día siguiente llegó mi momento ya sabía por muchas fuentes lo aconsejable que era el menú de este restaurante, muy contenido en precio y que exprime lo mejor de cada producto sin poder excederse para respetar costes y márgenes. Prueba dura para un cocinero, tiene que demostrar saber hacer y poner mucha voluntad. Son gestos especialmente adaptados para tiempos como los que nos están haciendo pasar. Pero yo iba con ganas de celebrar, y hasta me apetecía ser más generoso con la casa, así que me metí a buscar en su carta.


Puedo dar fe igual del valor de ese menú, porque como aperitivo, ya que si no no iba a probarlo, me ofrecieron un ravioli de jamón asado sobre caldo de ibérico -que era uno de los primeros en opción- sabroso y contundente. Si pienso en la ración completa de aquello entiendo de sobra los elogios que recibe esa fórmula. Como lo entendían tantas personas en las mesas de alrededor que lo estaban tomando. Pero yo había venido a mi propia fiesta, sigamos.


La botella de As Furnias abierta ya en mi mesa, ese ravioli, las fotos casi furtivas… En aquel comedor interior me sentía francamente cómodo, como en casa, como en aquellos de los que ya considero amigos y visito con más frecuencia. Nos amoldamos enseguida.



Y así llegaron las verduras salteadas con chocos de la ría. La única sombra que hubo en toda mi comida fue una consistencia algo dura de estos chocos, por lo demás sabrosos. El punto de las verduras, impecable; la combinación, conseguida; la ración, abundante. Poco más que pedir.



Al bonito de Burela con gazpacho de fresa ya no se le podía poner pega alguna, ni de consistencia, ni de punto, ni de sabor, ni de armonía, ni de abundancia. Se abrazó al vino para bailar juntos estupendamente, además. A estas alturas sentía una gran comodidad, una placentera, tibia sensación de hogar. Y en cambio lo mejor todavía no había llegado. Satisfecho con los dos platos, dentro del riesgo que corres cuando eliges pocas cosas (por eso en parte me gustan los menús degustación: más opciones para acertar, para remediar algún fallo), ya no le pedía apenas más a aquella comida pero…




Como coloquial forma de ofrecerte algo más me preguntaron “si era de postres”, a lo que contesté que sí. Y claro, Lucía Freitas, que hasta entonces me había atendido, ignoro si con algún recelo ante un aficionado solitario con ademanes de gourmet, vio su oportunidad de soltarse. Me pidió carta blanca para esa parte del menú, la suya, la de su elaboración, y se la di. 

En lugar de un postre desfilaron por la mesa tres degustaciones perfectamente ordenadas y armonizadas. Desde fruta de la pasión, mango y rosas, fresco, ácido, con la virtud de limpiar y despejar paladares, colorista y sabroso, pasamos a un homenaje a la ciruela a base de flan, crema y helado, todo de dicha fruta. Más denso, más dulce, pero todavía ligero, fresco. Y el remate lo puso un chocolate, café (helado) y crema de orujo, casi un paso a la sobremesa él solo (postre, café y copa). El fuerte del conjunto, sabores marcados, consistencia más saciante. Final perfecto. La sonrisa infantil que pueden sacarle estos sabores, sus evocaciones, a un aficionado ya estaba en mi cara para quedarse un buen rato.



 
Y de esta sencilla y sabrosa manera fue como salí inmensamente satisfecho de una comida a la que sólo le pedía cumplir con dignidad. Hizo mucho más que eso, de ahí el excelente recuerdo y la insistencia en sugerir esta casa a mis amigos a la vuelta.


Este es la última entrega de este verano ya lejano en Santiago. Decidí articularlas todas igual, con el restaurante principal y algún local sugerente por el motivo que fuera, asociado a esa misma sensación sin otro vínculo, ni de fecha, ni de ninguna clase. Así que al grato recuerdo de A Tafona tengo que asociar los otros dos, bien distintos, que me dejaron los mejores momentos de esa semana en Compostela, qué menos.


[Suprimido íntegramente el párrafo dedicado al antiguo Descorche, ya que la línea actual del local no tiene nada que ver con la de entonces]


Y como es el final, aportamos algo extra, no sólo una sugerencia complementaria; esta vez, dos. También existe la noche, aunque no hace falta esperar a ella, pero si apetece esa última cerveza, esa copa antes de ir a dormir, la música, la posible sorpresa y algo de magia es fácil que paren por Casa das Crechas. Por lo menos, yo las encontré casi todas las noches. Aquí no explicaré nada más, que cada cual piense qué busca y se disponga a encontrarlo, que ese momento es muy íntimo, cada uno sabrá cómo lo quiere llenar. Hora de balances y de proyectos, hora bruja, melancolía a la que empujan ilusiones, sueños… Cosas muy personales.

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