Segundo artículo de la serie de recuperaciones de los seis meses perdidos de mi blog. Al igual que el dedicado a Bodegas Artuke, lo tendré poco tiempo como cabecera y pido disculpas a quien ya lo hubiese leído y lo recuerde por la reiteración. Una vez más lo justifico por el afán de conservar, de archivar lo recuperable de aquel trabajo y aquel tiempo. Gracias anticipadas por vuestra comprensión. Y gracias en especial a mis acompañantes en aquella ocasión, que tanto me ayudaron a poner esto en marcha y que han conseguido recuperar al menos alguna foto de la publicación original. Serán las que respete.
Gastroerrante, 4 de
julio de 2012
El Portal del
Echaurren
En
los días de gestación de este blog me escapé a La Rioja con un par de amigos
que también tienen mucho que ver con esto, son mi soporte técnico para esta aventura. Y raro
sería que si yo visito aquellas tierras no intente ir al Portal del Echaurren,
restaurante sobre el que ya hablé en mi anterior etapa bloguera pero que merece
esta nueva crónica.
Así
nos vimos en Ezcaray ante un menú largo y estrecho, el Menú 11 ideas, según su
propia denominación. Lo primero que el lector debe tener en cuenta es que
estamos ante una cocina que ya alcanza dimensión profesional grande y que por
tanto es dirigida, no de trabajo directo. Es decir, el cocinero, Francis
Paniego, crea platos e instruye a su brigada para ejecutarlos, no
necesariamente estará él siempre en los fogones o su mano detrás de lo que te
sirvan. Hay detractores de este tipo de cocina, o que por lo menos la
consideran más fría,
menos directa, menos cercana. A mí, como siempre, lo que me importa es el
resultado final, la calidad de la comida. Porque ante casos así puede haber
gran diferencia entre los sitios que no han consolidado ese magisterio,
esa dirección de la orquesta culinaria, y notan por tanto la ausencia del
cocinero principal, y aquellos que sí han hecho bien ese trabajo y funcionan
como maquinarias bien ajustadas. Hasta tal punto fue así en nuestro caso -y tan
seguro está Francis de ello- que fue él mismo quien nos dijo, en la terraza ante
su local, que ese día no estaría allí pero que “comeríamos bien, sin duda”. Yo
confiaba en ello.
Y
empezó el desfile de pequeños platos, la secuencia de bocados ya conocidos o
nuevos. El propio menú diferencia cada serie. Empieza con los snacks, su teja de
pipas y el pan de aceitunas negras para enredar, para jugar mientras van
llegando cosas. En el mismo grupo estuvieron el sándwich de queso de Tondeluna
(que además de ser el nombre de una localidad riojana es también el de uno de
sus proyectos más recientes, su versión de… llamadlo como queráis, gastrobar,
neotaberna. Aún no me acomodo con esos neologismos), un riquísimo y fresco
suero de tomate que imitaba un corto de cerveza y la croqueta famosa de la casa
materna.
Vienen
después seis ideas
saladas, desde el carpaccio de gamba -sobre tartar de tomate,
ajoblanco y caviar de vino tinto-, con su frescura y sus puntas de sabores
ácidos para empezar, seguido por el espárrago blanco con almendra tierna y
perrechicos, plato-tierra, apenas tocado lo que la naturaleza ofrece, para
llegar a la hierba fresca, una combinación de vegetales en diferentes texturas
y flores, este último más impactante para la vista que para el gusto. Continúa
la remolacha asada a la sal con tallarines de sepia y esfera de yogur, que recupera
esa pureza de la tierra, de la hortaliza que sabe, que enseña sus raíces. Un
mar y montaña a su manera, muy bien resuelto. En la misma línea de la hierba
fresca, tanto por su denominación como por el concepto, está el plato
denominado “bajo un manto de hojas secas” (sic). Si el primero es una
interpretación de la primavera este lo sería del otoño, lo que lo coloca un
poco fuera de contexto en junio. Le veo el mismo límite: el despliegue de
técnica, de texturas diferentes, da un resultado visual precioso pero acaba por
tapar en parte los sabores. No obstante ninguno de los platos probados nos
disgustaron, todos alcanzan un nivel de excelencia; simplemente entre ellos nos
permitimos resaltar los más agradables y explicar por qué otros no pudieron subir
a ese mismo pedestal. Y se cerró este apartado con los guisantes lágrima, con
yema, patata y vainilla, con los cuales recuperamos otra vez la huerta, la
primavera expresada en el reino vegetal, el sabor que tiene que enternecerte a
poco que seas sensible por el paladar.
Más
o menos aquí cambiamos de champán, porque champán fue lo que acompañó todo el
menú; primero, un vibrante Jacques
Lassaigne “Les
Vignes de Montgueux” de 2007, degollado a comienzos de 2010,
chardonnay sincera, carbónico vivo pero fino, notas de manzana, mantequilla
fresca, festivo, alegre. Después, a partir de este tramo del menú, un Agrapart Terroirs, mitad de
2002 y la otra de 2003, muy presentes los cuatro años que pasó con sus lías.
Misma uva, distinta lectura. Serio, armado, elegante y fuerte para afrontar
cualquier plato. Viveza frutal contrastada con notas de avellana, de panadería.
La burbuja, inicialmente más ruda pero poco persistente; sólo necesitaba
liberarse para irse y dejar al vino, al gran vino que había ahí, expresar su crianza.
Aquí
entramos en los tres a los que el propio restaurante les reconoce el derecho a
llamarse platos,
por antonomasia. Primero, la cigala con brotes de hortalizas, crema de
almendras y fondo de puerros. Un producto marino de primera y unas verduras delicadas,
sutiles, sabrosas. Otro mar y montaña que incluso mejora al inicial, a la
remolacha con la sepia. Si a veces en este tipo de cocina y en estos menús a
uno le queda el cuerpo con gana de guiso, como falto de ese punto tradicional
en la elaboración, aquí está la respuesta; nadie podría ya levantarse de la
mesa con esa sensación. Después, bacalao “a la parrilla”, con sesos de cordero
y carbón. ¿Otra vez mar y montaña? No sé, ya no me importaba. Un bacalao
perfecto de punto, que justifica este “pescado de interior” del que se abusa
muchas veces y que se maltrata tanto. Suavidad, el paladar invadido por esa
sensación cálida, las notas ahumadas, la sensualidad más alta que puede
provocar una cocina, una sinestesia que casi es impúdico describir. Si me obligan
a elegir -no me gustaría- me quedo con este plato como la cumbre del menú. Y
finalmente el pichón curado a la sal y asado, sobre una concasse de pera y puré
de pan. En sí otro gran bocado, aunque quedó un poco eclipsado por el bacalao.
Sin
fatiga llegamos a las ideas
dulces. La primera, llamada “bajo el hielo”, fue otro plato que
nos conquistó. Torrija con sopa arroz, lima y aroma de pino. Fresquísimo,
cítrico, intenso, ideal para limpiar el paladar y dar ganas de seguir.
Agradable a la vista, al olfato y al gusto, postre redondo, tanto como para
hacerle sombra al siguiente, fresas, pan y queso. Pero si somos justos este
último no era menos bueno, con la fruta de temporada nadando en la crema suave,
casi espuma, de queso y una base crujiente que ponía más densidad en el
conjunto.
Todavía
vendrían petit fours y cafés, con variedades para elegir y sus orígenes
explicados en la carta (¡cómo echo de menos esto en la mayoría de los sitios!).
La satisfacción se nos notaba en la cara, la conversación era distendida,
bromas, risas. Hubo unos cuantos fallos visibles en la sala, de los que pueden
molestarte en otras circunstancias, pero la prueba máxima de la calidad de
esta cocina está aquí, en que lo tapó todo, hizo invisible cualquier otro
“ruido”, nada nos iba a molestar mientras se sucedían aquellas provocaciones
sabrosas. Nos daba igual lo demás, los platos eran nuestros cómplices. Ni
siquiera importó, y yo espero haber conseguido que no os importe a vosotros
tampoco, que si haces la suma no te salgan once ideas, lo que importó fue el
acierto de esas propuestas.
En
fin, El Portal del Echaurren sigue siendo inexcusable si estoy por La Rioja y
sigue siendo uno de los grandes, de los que justifican los reconocimientos de
guías y críticos profesionales. No hay trampa, hay cocina, mucha.
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